El presupuesto del miedo y los Ugly Americans
La política migratoria de Donald J. Trump prioriza la fuerza sobre la sensatez. Con un presupuesto descomunal y sin espacio para soluciones humanas, EUA vuelve a proyectar su cara más arrogante.
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Para José Antonio Aguilar Bueno
En los círculos de poder, todos saben que el presupuesto es mucho más que una herramienta administrativa: es el espejo del proyecto político del gobernante. A través de él, presidentes, primeros ministros, jefes de Estado, monarcas, autócratas o dictadores trazan no solo sus prioridades, sino también el método con el que planean alcanzarlas.
La manera en cómo el líder decide gastar el dinero público revela, en última instancia, el rostro más nítido del poder.
No sorprende, por ello, que el presidente de Estados Unidos, Donald J. Trump, haya decidido asignar 170 mil millones de dólares a políticas de obstrucción, detención y deportación de migrantes. La magnitud de los recursos destinados durante los próximos cuatro años a las agencias encargadas de ejecutar estas tareas deja claro cuán central es para Trump frenar la inmigración y expulsar a quienes residen en su país sin autorización legal.
Trump regresó a la Casa Blanca gracias, en buena medida, a su promesa de impedir la llegada de migrantes indocumentados y de deportar a “millones” de trabajadores sin papeles.
Al optar por destinar semejante suma —equivalente a casi 10% del presupuesto que ejercerá el gobierno de México en ese mismo periodo— a medidas exclusivamente coercitivas, como la construcción de centros de detención, la expansión del muro fronterizo o el aumento del personal dedicado a las deportaciones, tanto él como figuras clave de su gabinete —entre ellas Stephen Miller, subdirector del Gabinete de Políticas y asesor en seguridad nacional— revelan que no han contemplado ni querido explorar otras estrategias para abordar el fenómeno migratorio.
Algunas de esas alternativas, como han sugerido diversos estudios, podrían tener un impacto más efectivo en el mediano y largo plazo. Pero ni para Trump ni para Miller vale la pena considerarlas. Lo que ambos buscan proyectar es una supuesta imagen de poder frente a quienes, en la mayoría de los casos, son los más vulnerables: personas que han llegado a ese país en busca de las oportunidades que sus naciones de origen les negaron.
Stephen Miller, subdirector del Gabinete de Políticas y asesor en seguridad nacional, habla en Conservative Political Action Conference (CPAC) este año en el Gaylord National Resort & Convention Center en National Harbor, Maryland. Miller es uno de los arquitectos de las políticas coercitivas estadounidenses contra migrantes ilegales en Estados Unidos. Foto flickr.com/Gage Skidmore (https://flic.kr/p/2qPJpeB)
Es verdad —hasta cierto punto— que muchos estadounidenses, como reflejó la elección presidencial del año pasado, sienten preocupación ante el crecimiento acelerado de la población migrante ilegal, que en las últimas tres décadas pasó de 3.5 a 12 millones de personas. Sin embargo, la solución que ha ofrecido Trump confirma el rostro más inhumano e insensible de su gobierno.
No en balde diversas organizaciones defensoras de derechos humanos han calificado su política migratoria como expresión del resurgimiento de aquella figura arrogante que alguna vez proyectó Estados Unidos al mundo y que, en cierta medida, había logrado difuminar: The Ugly American —el Feo Estadounidense.
Por más que personas como Tom Homan —responsable de la seguridad fronteriza y las deportaciones— tengan razón al expresar inquietud por los efectos de la migración ilegal, como el abaratamiento de la mano de obra o el desplazamiento de trabajadores estadounidenses, enfocar la solución exclusivamente en la intimidación y la exclusión tendrá, muy probablemente, un efecto limitado y quizás contraproducente.
Agentes de ICE (U.S. Immigration and Costums Enforcement) realizan una redada en Camarillo, en el estado de California para capturar a trabajadores sin papeles en un campo legal de marihuana. Imagen capturada del video transmitido por One America News
La migración ilegal, además de sus desafíos, ha traído también múltiples beneficios concretos para millones de ciudadanos estadounidenses. Ha contribuido al abaratamiento de servicios y productos que consumen tanto hogares como empresas.
Incluso Homan, en una entrevista reciente con el pódcast The Daily, del diario The New York Times, reconoció que, si bien continuará aplicando estrictamente las leyes migratorias vigentes —bajo las cuales millones de personas no deberían estar o residir en su país—, es indispensable reformar el marco legal para regular de forma más justa a quienes contribuyen al desarrollo económico de Estados Unidos.
“Lo he dicho por mucho tiempo”, dijo Homan a la conductora Natalie Kitroeff, anterior jefa de corresponsales en México del periódico. “El Congreso necesita hacer cambios, ¿correcto? Si necesitamos una fuerza laboral para ciertos trabajos, entonces hay que crear un camino legal para que no tengan que pagar a contrabandistas. Que lleguen con visa, trabajen, regresen a casa, paguen impuestos y lo que sea”.
Esta es una de las múltiples avenidas que Trump podría explorar, pero que ni a él, ni a Miller, ni a su movimiento —conocido como MAGA (Make America Great Again)— les interesa siquiera considerar. Ampliar los programas de trabajo temporal que ofrece Estados Unidos, u otorgar amnistía a quienes han vivido en el país durante años —contribuyendo a su desarrollo económico, pagando impuestos y, en la mayoría de los casos, adoptando la cultura estadounidense—, no solo podría ser una solución definitiva al problema de la migración ilegal y el abaratamiento laboral, sino también una medida congruente con los resultados obtenidos en materia de freno a los flujos migratorios hacia Estados Unidos en los primeros cinco meses del nuevo gobierno. Los últimos datos oficiales demuestran que Trump ha sido muy eficaz en frenar el flujo migratorio hacia su país o la intromisión ilegal de personas en el territorio estadounidense. El número de personas que, por ejemplo, han intentado cruzar desde México ha caído a su nivel más bajo en décadas. La amenaza del crecimiento acelerado de la migración, que muchos en Estados Unidos temen, ha sido, al menos en parte, contenida y reducida.
Si a esa reforma migratoria se sumara la decisión de destinar parte de los recursos previstos para centros de detención y cuerpos de segurida al desarrollo económico, democrático y judicial de los países expulsores de migrantes —principalmente naciones de Centroamérica y el Caribe—, Estados Unidos podría atender a fondo las llamadas “causas raíz” de la migración: la pobreza, la corrupción y los regímenes autoritarios que caracterizan a muchas de estas naciones.
Los cerca de 170 mil millones de dólares que Trump planea invertir en medidas coercitivas para sellar la frontera y deportar migrantes podrían tener un impacto profundo en el desarrollo político, social y económico de esos y otros múltiples países. En términos anuales, los 42 mil 500 millones de dólares que el gobierno estadounidense ejercerá entre este año y 2029 en materia migratoria representan una cantidad similar o incluso superior al valor total de economías latinoamericanas enteras como las de Honduras, El Salvador, Nicaragua, Bolivia, Guyana o Paraguay.
Mejorar las condiciones laborales, de seguridad, educativas, de salud o en materia de infraestructura en esos países expulsores de migrantes haría mucho más para frenar de manera permanente los éxodos de millones hacia Estados Unidos, que las actuales medidas coercitivas.
Claro, acciones de cooperación para el desarrollo de esas naciones no solo no lucen bajo el prisma político con el que el actual gobierno estadounidense observa la realidad, sino que además resultan casi contra natura para los desplantes de hombres fuertes que Trump y Miller buscan proyectar sobre sí mismos y su país. Ambos están convencidos de que The Ugly American es más efectivo que The Nice American —el Estadounidense Benevolente. Puede que lo sea, pero solo en el corto plazo. En el largo, su miopía provocará más animadversión hacia el gobierno de Trump y, peor aún, acabará siendo una medida mucho más cara.
The Budget of Fear and the Ugly Americans
Donald J. Trump’s immigration policy prioritizes force over reason. Backed by a massive budget and devoid of humane solutions, the United States is once again projecting its most arrogant face to the world.
by Eduardo García
For José Antonio Aguilar Bueno
In the circles of power, everyone knows that the budget is far more than an administrative tool —it is the mirror of a leader’s political project. Through it, presidents, prime ministers, heads of state, monarchs, autocrats, or dictators lay out not only their priorities but also the methods they intend to use to achieve them.
In the end, how public money is spent reveals the clearest, most honest face of power.
It’s no surprise, then, that U.S. President Donald J. Trump has chosen to allocate $170 billion to policies of obstruction, detention, and deportation of migrants. The sheer scale of resources earmarked over the next four years for the agencies tasked with these operations underscores how central immigration control is to Trump’s agenda.
Trump returned to the White House largely thanks to his promise to stop undocumented migration and to deport millions of unauthorized workers.
By dedicating such a vast sum —nearly 10% of the total budget the Mexican government will spend in the same period— solely to coercive measures like the construction of detention centers, expansion of the border wall, and the hiring of more deportation agents, Trump and key members of his cabinet —including Stephen Miller, deputy director of the White House Policy Council and national security advisor— reveal a deliberate unwillingness to explore alternative strategies to address migration.
Some of those alternatives, as numerous studies have suggested, could yield more effective results in the medium and long term. But Trump and Miller are not interested. What they seek is to project an image of power —aimed, ironically, at those who are often the most vulnerable: people who came to the United States in search of the opportunities denied to them in their countries of origin.
Stephen Miller, deputy chief of staff for policy and national security advisor, speaks at this year's Conservative Political Action Conference (CPAC) at the Gaylord National Resort & Convention Center in National Harbor, Maryland. Miller is one of the architects of U.S. coercive policies against illegal immigrants in the United States. Photo flickr.com/Gage Skidmore (https://flic.kr/p/2qPJpeB)
It is true —to a certain extent— that many Americans, as reflected in last year’s election, are concerned about the rapid growth of the undocumented migrant population, which has grown from 3.5 million to 12 million over the past three decades. Still, the solution Trump has proposed reveals the most inhumane and callous side of his administration.
It is no coincidence that various human rights organizations have described his immigration policy as a stark return to the arrogant persona the U.S. once projected to the world —one that had, to some degree, faded: The Ugly American.
While figures like Tom Homan —the official in charge of border security and deportations— may have valid concerns about the effects of undocumented migration, such as downward pressure on wages or the displacement of local workers, focusing exclusively on intimidation and exclusion is likely to be both limited and counterproductive.
U.S. Immigration and Customs Enforcement (ICE) agents conduct a raid in Camarillo, California, to capture undocumented workers in a legal marijuana field. This image was captured from a video broadcast by One America News.
Undocumented migration, for all its challenges, has also brought tangible benefits to millions of Americans. It has contributed to lowering the cost of services and goods for households and businesses alike.
Even Homan, in a recent interview on The Daily podcast by The New York Times, acknowledged that while he intends to continue enforcing existing immigration laws —which currently prohibit millions from residing in the U.S.— reform is urgently needed to fairly regulate those who contribute to the country’s economy.
“I’ve said it for a long time,” Homan told Natalie Kitroeff, the paper’s former Mexico bureau chief. “Congress needs to make changes, right? If we need a workforce for certain jobs, then we’ve got to create a legal pathway so they don’t have to pay smugglers. Let them come with a visa, work, go home, pay taxes —whatever.”
This is just one of the many avenues Trump could pursue —but neither he, Miller, nor their movement, known as MAGA (Make America Great Again), show the slightest interest in doing so. Expanding temporary work programs or offering amnesty to long-term undocumented residents could not only help solve the problem of illegal migration but would also align with the administration’s own early success in curbing border crossings. Official data show that, during the first five months of Trump’s new term, the number of attempted crossings from Mexico has fallen to its lowest level in decades.
If immigration reform were paired with a decision to divert a portion of enforcement funding toward economic, democratic, and institutional development in migrant-sending countries —especially in Central America and the Caribbean— the U.S. could begin to address the so-called “root causes” of migration: poverty, insecurity, corruption and authoritarianism.
The nearly $170 billion Trump plans to spend on enforcement measures to seal the border and deport migrants could, in another context, have a profound impact on the political, social, and economic development of multiple nations. Annually, the $42.5 billion that the U.S. will spend through 2029 is comparable to —or even exceeds— the entire GDP of countries like Honduras, El Salvador, Nicaragua, Bolivia, Guyana, or Paraguay.
Improving labor conditions, public safety, education, health services, or infrastructure in those countries would do far more to permanently stem the exodus of millions toward the United States.
But development cooperation does not align with the worldview of the current U.S. government. In fact, it runs counter to the strongman persona that Trump and Miller are intent on projecting —both personally and nationally. They are convinced that The Ugly American is more effective than The Nice American.
And perhaps it is —but only in the short term. In the long run, that kind of shortsightedness will generate greater resentment toward Trump’s America. Worse still, it will come at a far higher cost.