Tras una elección lamentable, ¿pueden los mexicanos exigir la justicia que merecen?
El nuevo sistema de elección de jueces en México, defendido por el gobierno como un avance democrático, exhibe profundas fallas que podrían debilitar aún más al Poder Judicial.
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El domingo, los mexicanos eligieron a la mitad de sus jueces, aunque es poco probable que los resultados completos se conozcan pronto. Tardaran al menos un par de semanas. Pese a una participación electoral inferior a 13%, la presidenta Claudia Sheinbaum celebró la jornada como un triunfo sin precedentes para su gobierno y, en sus palabras, para México al convertirse en “la nación más democráticamente gobernada del mundo”. De acuerdo con la mandataria, el país está ahora listo para consolidar aún más ese estatus en 2027, cuando los votantes elegirán al resto de sus jueces.
Pero este no es momento para la autocomplacencia. Es una hora de arduo trabajo y de preguntas difíciles, que siguen sin respuesta.
Para algunos, estas elecciones parecieron prometer una mejora revolucionaria para una institución judicial que desde hace tiempo lucha por mantener su credibilidad. Superficialmente, el diseño sugería un proceso apartidista, orientado a limitar la injerencia política: comités técnicos de los tres poderes del Estado seleccionaron a los candidatos; el periodo de campaña fue brevísimo —dos meses o incluso menos en algunos estados—; no hubo financiamiento público; los partidos no participaron; ningún candidato compró espacio en medios; y, debido a la gran cantidad de cargos en juego, el acceso a los medios y los debates fue extremadamente limitado.
La presidenta Claudia Sheinbaum y su esposo, Jesús María Tarriba, depositan sus votos en las primeras elecciones judiciales en México para seleccionar a la mitad de los juzgadores del país. Foto Oficina de la Presidencia
Sin embargo, en gran medida debido a un vacío de información –casi seguro por diseño–, los votantes no tuvieron más remedio que confiar en un solo partido, el mismo que dominó el proceso de selección de candidatos en los tres poderes. Las violaciones a las reglas fueron generalizadas; pero las consecuencias legales, casi inexistentes.
Un caso particularmente revelador dejó en claro la distancia entre la retórica y la realidad: una ministra en funciones de la Suprema Corte —conocida por aumentar sus apariciones públicas mientras era criticada por ausentarse de las sesiones de ese máximo tribunal— solicitó su inclusión en la boleta electoral como “Ministra del Pueblo”, meses antes del inicio legal del periodo de campaña.
Mucho se ha dicho —y con razón— que la idea de elegir jueces mediante el voto popular tergiversa la esencia del poder judicial en una democracia. Los jueces no están para representar a un electorado, sino para hacer valer la ley como contrapeso, tanto frente a actores privados, como frente al Estado. Aun así, si se insiste en exaltar el voto por encima de siglos de conocimiento acumulado sobre la independencia judicial, este experimento fracasó incluso bajo sus propios términos. No fue ni un método apartidista o técnicamente sólido para seleccionar profesionales calificados, ni tampoco un ejercicio representativo de democracia.
Movimiento Regeneración Nacional, o Morena, el partido en el poder, utilizó el ideal de la representación popular como canto de sirena para la ciudadanía —aunque quizá la secretaria de Gobernación, Rosa Icela Rodríguez, dio en el blanco al decir que “cumplió las expectativas” pese a la bajísima participación, inferior a una cuarta parte de la registrada en la elección general anterior.
El objetivo era reivindicar una “legitimidad democrática”, al tiempo que se trazó un plan para borrar la separación de poderes. A fin de cuentas, el Poder Judicial se había vuelto demasiado independiente como para respaldar de manera confiable los grandes proyectos del expresidente Andrés Manuel López Obrador. La cantidad de señales de alerta que revelan la verdadera intención detrás de esta reforma es escalofriante. Algunos grupos llamaron a la abstención como forma de protesta. Pero ahora que la votación ya ocurrió, tanto críticos como simpatizantes deben afrontar sus consecuencias.
Si la reforma se justificó —como López Obrador repitió hasta el cansancio— con el argumento de que el Poder Judicial servía a los intereses de las élites, en detrimento del pueblo, corresponde ahora a Morena, como arquitecto y promotor de la reforma, demostrar que el nuevo sistema judicial está efectivamente más libre de conflictos de interés, sesgos y corrupción. También deberá probar que la calidad de la justicia no ha disminuido. La eliminación del Consejo de la Judicatura —así como de los requisitos previos de experiencia judicial, exámenes estandarizados y evaluaciones— ha sido sustituida por un Tribunal Disciplinario de nuevo cuño, un órgano administrativo cuya función parece centrarse más en vigilar y sancionar que en desarrollar directrices judiciales.
Un elector opta por anular su voto y declarar su percepción de que el proceso electoral para elegir a jueces, magistrados y ministros en México fue, en sus palabras, un “fraude”. Foto X cuenta @fotoxcasilla
No será tarea fácil. Muchos de los candidatos seleccionados —sobre todo en los niveles más altos— tenían estrechos vínculos con Morena y deben sus postulaciones a instancias de gobierno controladas por ese partido. Es probable que esa afinidad sea aún mayor entre los ganadores. Las llamadas “guías de voto” de Morena —acordeones— circularon ampliamente, pese a que su producción o distribución por parte del partido o de funcionarios públicos era ilegal. ¿Cómo demostrarán estos jueces tanto su experiencia como su independencia frente a un público escéptico o indiferente? ¿Qué confianza tendrán los futuros litigantes —en particular aquellos afectados por el poder público o por intereses privados cercanos al gobierno— en jueces que fueron militantes activos de Morena o que hasta hace poco eran funcionarios?
La elección de jueces ya está consagrada en la Constitución. A menos que un futuro gobierno con mayorías legislativas firmes y una visión distinta del Poder Judicial decida revertirla, los mexicanos tendrán que vivir con este sistema. Mientras tanto, los jueces electos cumplirán mandatos de seis a doce años antes de volver a presentarse ante el electorado, y gozarán de todas las ventajas de la reelección frente a nuevos aspirantes que, bajo las reglas actuales, pueden tener apenas 25 años y ninguna experiencia judicial. Además, las reformas constitucionales recientes de Morena han despojado a los tribunales de la facultad de invalidar leyes generales, limitando incluso a los jueces verdaderamente independientes en su capacidad para frenar abusos del Ejecutivo o del Congreso.
Existen pasos críticos que deben tomarse tanto a corto como a largo plazo:
Evaluar el proceso electoral. Se publicaron cientos de críticas sustantivas antes de la elección. Ahora contamos con datos empíricos para evaluar el sistema y mejorarlo antes de 2027. Morena, con su mayoría legislativa, deberá elegir entre reformarlo o asumir las consecuencias.
Desarrollar una carrera judicial profesional. Eliminar los requisitos de experiencia fue un error. Debe restablecerse un sistema estructurado de capacitación y ascenso, con evaluaciones estandarizadas, para elevar la calidad de los futuros jueces.
Equilibrar el Tribunal Disciplinario. Dado su enorme poder, es necesario diseñar un sistema robusto de evaluación para monitorear el desempeño institucional e individual, que incluya el conocimiento jurídico, la carga de trabajo y la integridad.
Monitorear y transparentar el desempeño judicial. La sociedad civil debe ayudar a crear métricas para una evaluación continua, como patrones de recusación, divulgación de conflictos de interés, tendencias partidistas en las sentencias y criterios del Tribunal Disciplinario.
Nadie espera que esto sea fácil. La ciudadanía está desilusionada y distante. La presidenta Sheinbaum suena más como una operadora política cuando ignora preocupaciones legítimas y declara un engañoso “triunfo democrático” para el Poder Judicial. Pero los litigantes, los académicos y los inversionistas están observando, y exigen pruebas. El reto ahora es involucrar al electorado con hechos, y persuadirlo de que merece un sistema de justicia que lo represente y fortalezca las estructuras democráticas, no uno socavado por políticos que invocan la democracia como pretexto.
Robert Varenik es un observador y analista sobre temas de justicia y derecho. Ha litigado temas de derechos humanos, al tiempo que dirigió estudios y proyectos sobre justicia, rendición de cuentas y evaluación de sistemas de justica en México y otros países.
After a Dismal Election, Can Mexicans Demand the Justice They Deserve?
Mexico’s new system for electing judges, promoted by the government as a democratic breakthrough, reveals serious flaws that could further weaken the judiciary.
by Robert Varenik
On Sunday, Mexico elected approximately half of the country’s judges, though the full results are unlikely to be known for about two weeks. Despite a voter turnout of less than 13%, President Claudia Sheinbaum hailed the election as a singular triumph for her government and —by her account— for Mexico as the most democratically governed nation in the world. She argued that the country is now poised to further solidify that status in 2027, when voters will choose the remaining judges.
This is anything but a moment for self-congratulation. It is a time for hard work —and for difficult questions that remain unanswered.
To some, these elections may have seemed to promise a groundbreaking improvement to a judicial institution struggling to maintain credibility. Superficially, the design suggested a nonpartisan process intended to limit political interference: technical committees from the three branches of government selected candidates; a truncated two-month campaign window (sometimes shorter at the state level); no public financing; no participation by political parties; no candidate media buys; and due to the sheer number of races, extremely limited media access or debates.
Mexican President Claudia Sheinbaum and her husband, Jesús María Tarriba, cast their votes in Mexico’s first judicial elections to select half of the country’s judges. Photo Office of the Presidency.
Yet largely due to the information vacuum —and almost certainly by design— voters had little choice but to rely on a single party that dominated the candidate selection process across all branches. Rule violations were widespread; legal consequences were not. One particularly striking case set the tone for the gap between pretense and reality: a sitting Supreme Court judge, noted for increasing her cross-country appearances (and criticized for missing court sessions) months before campaigning was legally allowed, requested to be listed on the ballot as “Judge of the People.”
Much has already been said —and rightly so— that the idea of judicial elections misinterprets the essence of a judiciary in democratic systems. Judges are not meant to represent a particular electorate, but rather to uphold the law as a check on both private actors and the State. Still, if one insists on exalting the vote over centuries of accumulated wisdom about judicial independence, this experiment failed on its own terms. It was neither a nonpartisan, technically sound method for selecting qualified professionals, nor a meaningful exercise in democratic representation.
In effect, Morena used the ideal of popular representation —though the Secretaría de Gobernación arguably said the quiet part out loud when it noted that the abysmal turnout, less than a quarter of the previous general election, had met expectations— as a Siren call to the public. The aim was to claim democratic legitimacy while drawing a blueprint to erase the separation of powers. After all, the judiciary had become too independent to reliably endorse President López Obrador’s grand plans. The list of red flags signaling the project’s true intent is chilling. Some groups urged voters to stay home in protest. But now that the vote has happened, both critics and supporters must turn to its consequences.
If the reform was premised —as López Obrador repeatedly asserted— on the claim that the judiciary served elite interests at the public’s expense, then it falls to Morena, as its architect and political sponsor, to demonstrate that the new judiciary is measurably freer of conflicts of interest, bias, and corruption. They must also show that judicial quality has not suffered. The abolition of the Judicial Council —as well as prior requirements for court experience, standardized exams, and evaluations— has been replaced by a newly created Disciplinary Tribunal and an administrative body whose role seems more about enforcement than development.
A voter chooses to void their ballot, declaring their view that the election to choose judges, magistrates, and Supreme Court justices in Mexico was, in their words, a “fraud.” Photo X account @fotoxcasilla
That will be a tall order. Many of the selected candidates —especially at the highest levels— had strong ties to Morena and owe their candidacies to branches of government under Morena’s control. That connection will likely be even stronger among the winners. Morena voting guides —acordeones— were widely circulated, despite being illegal if produced or distributed by the party or government officials. How will these judges demonstrate both expertise and independence to a skeptical or apathetic public? What confidence will potential litigants —especially those harmed by state actors or private interests close to the government— have in judges who were active Morena members or recent government officials?
Judicial elections are now enshrined in the Constitution, so Mexicans will have to live with them —unless a future government with unassailable legislative majorities and a different view of judicial function decides to reverse course. In the meantime, judges will serve six- to twelve-year terms before facing voters again —and will enjoy all the electoral advantages of incumbency over new aspirants who, under current rules, can be as young as 25 and have no judicial experience. Meanwhile, Morena’s reforms have stripped courts of the power to invalidate general statutes, limiting even independent judges’ ability to check the Executive or Congress.
There are critical steps to take in both the short and long term:
First, evaluate the electoral process. Hundreds of thoughtful critiques were published ahead of the election. Now we have empirical data to assess the system and improve it before the 2027 vote. Morena, with its legislative majority, will have to choose whether to reform the process or own its consequences.
Develop a judicial career path. Removing requirements for practical experience was a mistake. A structured training and promotion system, with standardized evaluations, should be reintroduced and upgraded to improve the quality of future judicial candidates.
Balance the Disciplinary Tribunal. Given its unchecked power, a robust evaluation system must be developed to monitor institutional and individual performance —including substantive knowledge, workflow, and integrity.
Track and report judicial performance. Civil society should help create metrics for ongoing assessment —such as patterns of recusals, conflict of interest disclosures, partisan trends in rulings, and the reasoning of the Disciplinary Tribunal.
No one expects this to be easy. The public is disillusioned and disengaged. President Sheinbaum rarely sounds more like a machine politician than when she brushes aside valid concerns and low turnout to declare a misleading “democratic triumph” for the judiciary. But litigants, scholars, and investors are watching —and hungry for evidence. The challenge now is to engage voters with the facts and persuade them that they deserve a judiciary that serves them and secures the structures of democracy, not one undermined by politicians using democracy as a pretext.
Robert Varenik is a longtime observer and analyst of justice and legal issues. He has litigated human rights cases and led research and projects on justice, accountability, and the evaluation of justice systems in Mexico and other countries.